Eran las doce del mediodía y Juana estaba sentada comodamente sobre el anca del caballo de Francisco Morazán, abrazada a la estatua y envuelta en los humos de la crápula nocturna recien pasada.
La gente se arremolinaba riendo, gozando, burlándose, al pie de lo que, sin embargo, consideraba un símbolo de la patria mancillado por “esa loca”. En eso llegó un humilde policía que cargaba una carabina 7mm (de las que tenía el ejército hondureño cuando hizo una guerra contra los fusiles G3 de la Guardia Nacional salvadoreña, en 1969).
Por supuesto que conocía a Juana -quién no-; así que, con voz suave, la conminó: "Por favor, doña loca, bájese del caballo de mi general".
“Te iba a decir que te bajaras vos, pero ya no podés bajarte más, enano hijueputa”. Contestó Juana. La multitud aumentaba; las risas y las burlas, ahora trasladadas contra el representante de la ley y el orden, se oían hasta en Comayagua. El espectáculo continuó, con los tres personajes (la estatua cuenta, como veremos) durante casi media hora, hasta que el agente perdió completamente la paciencia y, apuntándole con su fusil, le gritó: "¡Te digo que te bajés, loca cabrona!".
Hubo un silencio que sólo podía ser cortado por los casi inaudibles chillidos de los vampiros de la catedral. Los cuervos ‘clarineros’ levantaron vuelo en bandada repentina. Toda la plaza -lustradores, vendedores, paseantes, predicadores, prostitutas encubiertas, curiosos, políticos de banca, chicas exhibicionistas, ladrones , estudiantes, holgazanes, desempleados-, en el centro de Tegucigalpa, capital de Honduras, Mesoamérica, se quedó en pose de teatro congelada.
Juana miró primero al chafita, después a la multitud y por último a la estatua ecuestre del general Francisco Morazán a cuya espalda estaba pegada.
Acercó su boca a la oreja de mármol y lo que dijo fue escuchado perfectamente hasta por el más alejado de los parroquianos:
"Mi general, aunque te digan ‘loca cabrona’, ¡no te bajés!"
La gente se arremolinaba riendo, gozando, burlándose, al pie de lo que, sin embargo, consideraba un símbolo de la patria mancillado por “esa loca”. En eso llegó un humilde policía que cargaba una carabina 7mm (de las que tenía el ejército hondureño cuando hizo una guerra contra los fusiles G3 de la Guardia Nacional salvadoreña, en 1969).
Por supuesto que conocía a Juana -quién no-; así que, con voz suave, la conminó: "Por favor, doña loca, bájese del caballo de mi general".
“Te iba a decir que te bajaras vos, pero ya no podés bajarte más, enano hijueputa”. Contestó Juana. La multitud aumentaba; las risas y las burlas, ahora trasladadas contra el representante de la ley y el orden, se oían hasta en Comayagua. El espectáculo continuó, con los tres personajes (la estatua cuenta, como veremos) durante casi media hora, hasta que el agente perdió completamente la paciencia y, apuntándole con su fusil, le gritó: "¡Te digo que te bajés, loca cabrona!".
Hubo un silencio que sólo podía ser cortado por los casi inaudibles chillidos de los vampiros de la catedral. Los cuervos ‘clarineros’ levantaron vuelo en bandada repentina. Toda la plaza -lustradores, vendedores, paseantes, predicadores, prostitutas encubiertas, curiosos, políticos de banca, chicas exhibicionistas, ladrones , estudiantes, holgazanes, desempleados-, en el centro de Tegucigalpa, capital de Honduras, Mesoamérica, se quedó en pose de teatro congelada.
Juana miró primero al chafita, después a la multitud y por último a la estatua ecuestre del general Francisco Morazán a cuya espalda estaba pegada.
Acercó su boca a la oreja de mármol y lo que dijo fue escuchado perfectamente hasta por el más alejado de los parroquianos:
"Mi general, aunque te digan ‘loca cabrona’, ¡no te bajés!"
EDUARDO BÄHR
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